Me despertó la música sepulcral de un coro a las seis menos diez de la mañana. Abrí los ojos y miré alrededor. No sabía dónde estaba. La habitación de hotel no ofrecía pistas ni sosiego a mi mente confundida, pero la respuesta estaba servida junto a mi cama de una plaza. Dispuestos como en un quirófano sobre la mesa de luz, un mueblecito laqueado color ciruela con comando de luz y radio a perilla, había un teléfono de línea Telic modelo 286, un control remoto de la marca china Konka y un folleto de dos hojas que hacía de mapa: la guía de llamadas internacionales de Pyongyang. Miré el taco de hojas sostenido unos centímetros más arriba por una varilla de pino atornillada a la pared. Era el año 104.
La noche anterior, al salir de Pekín, el almanaque chino decía "2015", pero esa convención no tenía valor al otro lado de la frontera. Allí marcaba el paso de los días el calendario Juche, una creación plenamente norcoreana que fija el inicio de los tiempos en 1912, el año en que nació Kim Il Sung, abuelo de Kim Jong Un y "Presidente Eterno" de Corea del Norte. El 8 de julio de 1997, exactamente tres años después de la muerte del fundador del país y de la dinastía que lo gobierna desde 1948, su hijo y sucesor, Kim Jong Il, declaró aquel año excepcional, 1912, como el año uno de la eternidad norcoreana. No había nada antes. El tiempo había nacido con la llegada al mundo del primer Kim.
Corrí las cortinas lustrosas que cubrían las ventanas y deslicé por completo el panel de vidrio que había dejado entreabierto antes de acostarme. La canción se volvió más nítida y un escalofrío me hizo contar una por una las vértebras de mi columna. No era culpa del viento que soplaba entre los rascacielos; era esa voz aguda de mujer, más vocalización que canto, que sonaba a lo lejos acompañada por un teclado electrónico como si estuviese encerrada en una caja de música.
Me asomé a la claridad nebulosa de la madrugada, que colgaba como una sábana sucia sobre los edificios verdes, rosados y amarillos, y la ciudad apareció como una foto antigua coloreada a los pies de mi ventana en el piso 42 del hotel para extranjeros Yanggakdo. Solitario y aislado en una isla diminuta en medio del río Taedong a la que los viajeros occidentales bautizaron "la Alcatraz norcoreana", podía ver desde el Yanggakdo las primeras señales de vida del día en las calles que bordeaban la orilla.
Era asombroso: en Corea del Norte también había personas de carne y hueso haciendo cosas de lo más normales, de lo más aburridas. Obedientes y alineados como en un juego de mesa, cientos de hombres y mujeres se dirigían a sus lugares de trabajo caminando o en bicicleta al paso cansino que marcaba la canción. Una coreografía obrera bajo la luz plateada del amanecer.
De a poco empezaban a formarse filas de pasajeros para subir a los trolebuses y los tranvías que circulan por Pyongyang al ritmo del fin de semana. Un grupo de "jóvenes pioneros" de diez u once años, con sus pañuelos rojos anudados al cuello y sus pequeños maletines escolares negros en la mano, avanzaban dando saltos por la vereda. A la distancia, con esas figuritas diminutas recortadas sobre el fondo pastel de los edificios, Pyongyang parecía un film de los años sesenta: saturada, luminosa y artificial como un musical comunista en Technicolor.
Tenía dos horas libres hasta encontrarme con las guías que iban a acompañarme, literalmente, en cada paso que diese a partir de ese momento.
Ningún extranjero es abandonado a su suerte y voluntad en Corea del Norte. La compañía de los guías es inexcusable desde la llegada hasta la partida del país y desde el principio del día hasta el fin de la noche, pero también ellos deben renunciar momentáneamente a la soledad. Además de dormir en el mismo hotel durante la estadía de sus pasajeros, están obligados a trabajar en pares. Es una técnica de rutina para asegurar controles mutuos y prevenir filtraciones que el régimen impone incluso a sus diplomáticos en el exterior, aunque esa clase selecta de ciudadanos autorizados a viajar fuera del país tiene un incentivo más eficaz para no desertar ni dejarse reclutar fácilmente por el enemigo: parte de su familia directa debe permanecer en Pyongyang en garantía.
Decidida a derrochar mis últimos minutos de privacidad, me alisté para bajar a desayunar temprano y recorrer el hotel en el que iba a pasar los diez días siguientes. Tenía que tomarle cariño; era el único lugar en el que podría moverme a mis anchas sin escolta, según me había anunciado la señorita Yu la noche anterior al repasar el breviario del buen extranjero:
–No puede salir sola del hotel.
–No puede apartarse de sus guías ni del grupo con el que viaja sin autorización.
–No puede tomar fotos a edificios en construcción ni a personal e instalaciones militares.
–No puede gritar, correr ni hacer ademanes inapropiados en los lugares dedicados a los líderes.
–No debe tocar las imágenes de los líderes.
–No puede cortar las caras de los líderes al sacar fotos de sus retratos o de sus estatuas, debe tomar imágenes de las figuras completas y sin reflejos.
–No debe desobedecer las indicaciones de los guías.
Eran reglas desmedidas, pero no me parecían imposibles de cumplir; después de todo, la normalidad nunca fue bien vista en mi familia. Creí que me sobraba el tiempo para desayunar, inspeccionar el hotel y volver a la habitación en busca de mi cartera y mi cámara de fotos antes de que llegase la hora señalada. Pero había calculado mal, un error que solo cometen los recién llegados: tardé más de quince minutos en bajar al lobby desde el piso 42, la mitad de los cuales pasaron mientras esperaba el ascensor. Aunque no había visto otros pasajeros en el piso, supuse que el resto del hotel estaba repleto y que los ascensores no daban abasto, pero era una conclusión apresurada, el tipo de explicación basada en las apariencias que no se aplica en Corea del Norte. En el Yanggakdo, catalogado como uno de los dos hoteles cinco estrellas de la ciudad, suele haber un solo ascensor en funcionamiento, a lo sumo dos. Los otros siete no están en reparaciones, simplemente no se usan; son una buena forma de ahorrar energía eléctrica.
El comedor principal de la planta baja estaba vacío, apenas cuatro de las veintitantas mesas disponibles habían sido ocupadas por pasajeros, pero el ajetreo de los mozos parecía anunciar un banquete. Me acerqué al buffet: rodajas de manzana, banana y pera china –fruta anodina, más manzana que pera– exhibidas en bandeja como masas para el té, pan lactal blanco, café instantáneo, una pasta amarillenta parecida a la manteca y leche en polvo para el desayuno occidental; arroz blanco, carne de cerdo, tofu, kimchi, huevos revueltos y vegetales cocidos en el repertorio coreano. Únicamente el Yanggakdo podía servir ese tipo de desayuno, mediocre para los estándares de un hotel de lujo en cualquier lugar del mundo, fastuoso en comparación con los de cualquier otro hotel norcoreano.
Reclamé mi ración de manzana pelada y con ella bajé hasta el subsuelo, donde la pompa y la penuria convivían con menos discreción que en el salón comedor. Fue un paseo más breve de lo que había calculado; nada parecía listo para recibir turistas: una piscina oscura y desolada que mis recaudos de recién llegada me aconsejaron evitar; un salón de masajes vaporoso en el que no tuve el coraje de entrar; una sala de pool y otra de ping-pong, disciplinas históricamente ajenas a mis habilidades, también vacías pero disponibles por dos euros; servicios de peluquería y barbería para hombres de los que el género me excluía; una sastrería que confecciona trajes masculinos a medida en cuestión de horas y un casino con columnas de un dorado enceguecedor y alfombras mustias, solo para extranjeros, que es frecuentado exclusivamente por chinos. Atravesé un salón amarronado donde veinte máquinas tragamonedas esperaban de espaldas a la pared el final del día y me asomé al salón de juegos. Dos mozos de sala pasaban sendos plumeros por las mesas de blackjack. Intuí que la banca del Yang- gakdo no debía saltar muy a menudo.
Solo la barra de la planta baja, que elabora su propia cerveza y es frecuentada por pasajeros aburridos de otros hoteles, se veía menos solitaria. Una noche tras otra, la cervecería, la salita donde se despachaban postales estampilladas y se hacían llamadas internacionales a seis dólares el minuto, el mostrador donde podían comprarse prendedores revolucionarios y pinturas con paisajes de la flora y la fauna coreanas, y una especie de almacén que vendía agua embotellada y gaseosas enlatadas, productos con gin- seng y libros con citas citables de los Kim, abuelo, padre e hijo, fueron mis únicas excursiones puertas afuera de mi habitación, pero puertas adentro del Yanggakdo.
En verdad, las postales y las llamadas fueron ocasionales durante mi estadía en Pyongyang, pero el atractivo de esa salita era irresistible. Algunas noches me sentaba en el cubículo formado por paneles de madera y vidrios esmerilados y pedía línea con la Argentina, aunque supiese que nadie respondería del otro lado, solo por el placer de escuchar el sonido de la conexión satelital. Las primeras veces busqué en vano la guía telefónica local para entretenerme pasando las páginas, pero tuve que darme por vencida. No hay directorios disponibles; el gobierno los considera documentos clasificados por contener información sobre la desconocida estructura de la burocracia estatal norcoreana.
Miré la hora en mi teléfono celular: iba a llegar tarde al encuentro con las señoritas Yu y Chen. Las horas en Pyongyang pasaban demasiado rápidas o demasiado lentas, era difícil saberlo. Mientras bajaba al lobby por segunda vez desde mi habitación después de otros muchos minutos de espera, recordé de pronto los rumores acerca del piso secreto que el Yanggakdo destina a presuntas actividades de espionaje sobre sus pasajeros occidentales. Entonces escruté la botonera plateada del ascensor: 0, 1, 2, 3, 4, 6, 7, 8, 9, 10… no había piso 5. Mi hallazgo quedó trunco cuando se abrieron las puertas y el botones me invitó a pasar al lobby, borrando fugazmente el quinto piso de mi memoria.
Algunas noches más tarde, impulsada por la curiosidad salvaje que despierta el hermetismo norcoreano, decidí investigar si el quinto piso era una omisión deliberada o simplemente no existía. Bajé caminando desde el sexto piso hasta el primer descanso de la escalera donde un cartel con la leyenda «STAFF ONLY» en rojo colgado en la puerta prevenía a los entro- metidos. Toqué el picaporte redondo. La puerta se abrió hacia mi lado, no porque yo hubiese tirado del picaporte, sino porque alguien del otro lado lo había presionado. Una mujer vestida con uniforme de personal de limpieza me miró fijo y sacudió frenéticamente su mano derecha. Era una negativa, una despedida y una súplica: mi agitación era moderada en comparación con el espanto que inundaba su cara.
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