“Fui un pibito desnutrido, por eso me importa ayudar a los que más pueda para que no pasen hambre”. Así arranca la charla de Infobae con Jorge “Locomotora” Castro, o simplemente “El Roña”, como a él le gusta que lo llamen.
Cuenta que tenía cinco hermanos cuando vivía en Caleta Olivia, provincia de Santa Cruz, pero cuando sus padres se separaron a él le tocó ir a vivir a Catamarca con su papá y el hambre no tardó en llegar a su vida cuando era apenas un niño: “Mi viejo chupaba, el alcohol lo perdía y me molía a trompadas, no sabés las necesidades que pasé, no comía, estaba como raquítico, algo así le pasó a Carlos Monzón cuando era chico. Me acuerdo que mi vieja vino a visitarme, se asustó cuando me vio tan flaco y me volví a Caleta con ella. La pasé muy mal. Desde ahí no puedo ver en la calle gente que pase hambre, especialmente la purretada, por eso hace cinco años mangueo por todos lados y los viernes damos alimentos a 350 familias en la puerta de mi gimnasio en Temperley”.
Esa tarea comenzó apenas se inició la pandemia de coronavirus en 2019. Locomotora estaba por inaugurar su gimnasio en Temperley, donde vive junto a Yanina Sosa, su mujer, y no pudo hacerlo por las prohibiciones que existían por entonces para evitar los contagios y las muertes. Por eso decidió convertirlo primero en una cocina popular donde la gente concurría y retiraba comida caliente. Y luego en un punto de encuentro donde sus vecinos podían retirar alimentos.
La primera vez fueron más de setenta personas cuando esperaban no más de veinte o treinta. Así arrancó y no paró más. Aquel muchacho al que no le dio vergüenza pedir para comer cuando era apenas un niño porque no alcanzaba con el sueldo de su mamá, que era portera de una escuela y tenía que alimentar a sus seis hijos, ahora podía ayudar a un gran número de familias vecinas y eso lo ponía feliz: “¿Sabés lo qué es que te ruja el estómago, porque a mí no me hacía ruidito, era como que tenía un león hambriento en la panza que pedía morfi y no había nada para darle. Pero con suerte y el esfuerzo de mi vieja y mis hermanos pudimos salir. Yo mangueaba, igual que lo hago ahora, para parar la olla, no había otra, no hay otra”.
Cuando creció y fue más grande se fue a trabajar al campo con los esquiladores. Era un adolescente de catorce años y cuenta que la experiencia le resultó muy útil como aprendizaje de vida: “Fue duro, pero junté bastante plata laburando y eso me permitió ayudar a mi familia y largarme como boxeador, lo que más deseaba, y pude llegar, la suerte y mis puños me ayudaron”.
Con esfuerzo llegó a coronarse Campeón del Mundo en 1994 de la categoría “Middle/Medio” ganándole al estadounidense Reggie Johnson. “¿Cómo me dicen los vecinos cuando vienen a buscas comida?”. Los más respetuosos me llaman Jorge, después ‘Roña’, que me lo pusieron porque me la pasaba a las piñas en el barrio, buscando roña siempre. ‘Locomotora’ porque no me paraba nada. También me llaman ‘Negro’ porque soy un negro sucio”, bromea.
Locomotora cuenta que espera ansioso los viernes para ir en busca de alimentos: “Me levanto a las cinco de la mañana para ir al Mercado Central. Ahí me ayudan mucho, me dan choclo, morrón, zanahoria, papa, cebolla, limón, calabaza, tomate, verduras. Voy en un camión, lo traigo al gimnasio, ordenamos todo y a las cuatro de la tarde repartimos. Además de las familias que vienen, abastecemos a nueve merenderos y catorce comedores fijos. Yo trabajo en Desarrollo Social y Deportes en provincia y también me ayuda la Municipalidad de Lomas. Además, producto de los mangazos que fui haciendo colaboran fábricas de Quilmes que están en el Camino Centenario. Con los mayoristas retiro golosinas, agua mineral, gaseosas, galletas, fideos, azúcar, yerba, arroz, polenta, leche… Vez pasada dimos cinco mil litros. Ahí en lugar de trescientos cincuenta familias como siempre vinieron casi mil. La gente tiene hambre, no es joda”, resume.
El Roña confiesa que sufre porque ve como mucha gente de su barrio que hasta no hace tanto vivían más o menos bien, ahora aparecen hasta con cierta vergüenza a retirar comida: “Hay dos cosas en la vida que es muy duro perder: el trabajo y la dignidad. Y cuando no tenés para morfar eso se sufre y cómo. Yo los recibo con una sonrisa, les hago bromas para que pasen un buen momento y se olviden un poco de lo que están padeciendo”.
“Siempre hay que mirar alrededor de uno para saber lo que está pasando”, explica y agrega: “Además llegamos hasta el Impenetrable chaqueño, hicimos como tres mil kilómetros y pudimos acercarle a toda esa comunidad unos diez mil kilos de mercadería, fue una experiencia increíble. No sabés con el cariño que nos recibieron y lo agradecidos que estaban”.
Castro sigue demostrando su solidaridad también en las cárceles, dando exhibiciones y enseñando a entrenar a los detenidos a través de un programa al que llamó “Guantes por la vida”, similar al que desarrolló con el rugby la Fundación Espartanos y con el yoga a través del proyecto Moksha: “Tratamos de que tomen el deporte, en este caso con el boxeo como una obligación o compromiso para mejorar lo físico y sentirse mejor de espíritu. Ahí ya tienen el hábito de levantarse temprano, eso es muy positivo. Y si se acostumbran como muchas veces pasa, después lo siguen practicando cuando salen y eso mejora la conducta, está comprobado que logran reinsertarse y mejorar sus relaciones afuera. Estuvimos por todos lados con clínicas en cárceles de Río Gallegos, Marcos Paz, Ezeiza, Bahía Blanca, Florencio Varela, San Martín… A los muchachos les encanta y la mayoría se engancharon”, detalla con satisfacción.
Él no solo desde niño supo recibir ayuda, desde que está en pareja con Yanina Sosa, confiesa que su vida mejoró mucho: “Élla es de acá, de Temperley, muy querida por todos. Estamos hace doce años juntos. Es un puntal para mi vida. Me cuido a la fuerza porque un día me puso los puntos y se me acabó la joda. Antes vivía de caravana, la noche me tenía siempre presente, iba a comer y volvía a casa tarde… Un día se cansó, la entendí y acá estamos, haciendo buena letra. Ella tiene sus hijos, su nietita aunque es muy joven. Yo tengo los míos, llegué a quince hijos que me dieron doce nietos. Después me hice una vasectomía -método anticonceptivo-. Todos laburan, ese es mi orgullo, salvo el más chico, Aonikenk (en su propia lengua significa “gente del sur” o tehuelches en lengua mapuche) que tiene catorce años y vive con la mamá en Morón. Por suerte tengo buena relación con mis ex mujeres”.
La pregunta surge inevitable para saber si alguno de sus herederos sigue sus pasos con el boxeo y sueña con ser campeón del mundo como él. “Nehuen –en mapuche significa fuerza, que posee espíritu y alma- es muy buen boxeador pero vago, tiene 21 años, le gusta más enseñar, es manoplero, sabe pelear muy bien, falta que se dedique más, está en él. A todos mis hijos pude darle lo mejor que pude gracias a que llegué a lo máximo en este deporte. No quería que pasen hambre ni violencia, cosas que viví y que me quedaron marcadas desde pibito”.
A su gimnasio hoy concurre mucha gente, mujeres y hombres de todas las edades, y a él, igual que a su hijo, le apasiona enseñar. Aclara que van a mejorar su físico, que lo que allí aprenden con mucha seriedad es recreativo: “Les damos muchas herramientas técnicas para que sepan boxear, hacer guantes, caminar el ring, esquivar golpes, pegar en la bolsa, no para que se agarren a trompadas y se lastimen. Tengo profesores excelentes que me ayudan y a mí me viene bien estar activo porque me mantengo flaco, sano, en movimiento”, relata.
Mientras acomoda bolsas, cajas, paquetes y jaulas de lechuga, Locomotora tiene claro su rol y su poder de convocatoria a la hora de “manguear”, como él lo llama: “Un día me dí cuenta de que comerciantes, puesteros, fabriqueros y la gente en general me ayudaba porque soy popular, y dentro de todo muy querido. Así que pensé, voy a aprovechar eso para ayudar a los que lo necesitan y no paré más. No me gusta que la gente pase hambre, es insoportable sentir ese vacío acá en la panza”.
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