El 25 de mayo de 1910 se tiró el país por la ventana. Se celebraba el Centenario de la Revolución de Mayo. El 21 habían comenzado festejos multitudinarios con la participación de jefes de estado, personalidades de las ciencias, las letras y las artes, en una ciudad que se había engalanado para la ocasión.
Pero no todo era color de rosa.
La Federación Obrera Regional Argentina, FORA, creada en 1901 y la Unión General de Trabajadores, surgida en 1903, aprovecharon la vidriera que suponía esta conmemoración y prepararon una agenda de actos y una huelga general en la que exigirían la derogación de la ley de residencia, sancionada en 1902 que establecía la expulsión o la entrada al país de extranjeros que comprometiesen la seguridad nacional o el orden público.
Además, reclamaban la libertad de los presos detenidos en manifestaciones y la amnistía para los que no habían obedecido el llamado al servicio militar. El 8 de mayo hubo una concentración de miles de trabajadores que iba en ese sentido.
El gobierno, encabezado por el cordobés José Figueroa Alcorta, quien había asumido en 1906 por la muerte de Manuel Quintana, puso la mano para no caerse: el 14 de mayo declaró el estado de sitio, ya que se tomaban las protestas anarquistas como simples hechos policiales y no como manifestaciones de reclamos por mejoras en las condiciones laborales y de asistencia social.
El estado de sitio abrió la puerta a una persecución de entidades gremiales de tintes anarquistas y socialistas. Ese mismo día la policía destruyó los talleres del diario socialista La Vanguardia, que funcionaba en Defensa 888, y los redactores alcanzaron a escapar por una puerta trasera. Por los destrozos, el diario estuvo tres meses sin salir. También fueron blanco de la policía La Batalla, diario anarquista de la tarde y La Acción Socialista, órgano no sindicalista, y el Centro Socialista Obrero y la Asociación Obrera de Socorros Mutuos.
El clima estaba por demás caldeado. En noviembre del año anterior un anarquista solitario, Simón Radowitzky había matado al coronel Ramón Lorenzo Falcón, jefe de Policía y a Juan Lartigau, su infortunado ayudante de 20 años. Radowitzky se había salvado de la pena de muerte que descubrirse que era menor de edad.
Los diarios atribuían la situación social a la influencia de inmigrantes que habían importado una ideología hasta entonces desconocida en el país. Ese 1910 no sería un año sencillo: habría casi 300 huelgas.
Hay detalles de lo que ocurrió la noche del domingo 26 de junio de 1910 en el Teatro Colón que nunca fueron esclarecidos.
El edificio del Colón había sido inaugurado el 25 de mayo de 1908. En la velada en cuestión, se ofrecía Manon, una ópera de cinco actos y seis escenas que cuenta la historia de una pareja de enamorados.
Minutos antes de las diez de la noche, hubo una explosión en la fila 14 de la platea, entre los asientos 422 y 424. Según los anarquistas, fue un petardo colocado debajo de las butacas, pero para la policía había sido una bomba arrojada desde el paraíso, la ubicación más alta, donde se distribuyen 78 butacas y existe espacio para unos 300 espectadores de pie.
La explosión provocó que la gente que ocupaba la platea buscase, desesperadamente, la salida. Hubo corridas, gritos, empujones y gente llamando a la calma.
Afortunadamente la butaca donde se produjo el estallido, estaba vacía.
Para calmar la histeria, Nicanor Viñas, teniente de bomberos, indicó a la orquesta que ejecutase el Himno, mientras la soprano Rosina Storchio y Giuseppe Anselmi, uno de los tenores más importantes en las primeras décadas del siglo veinte, bajaban del escenario.
No hubo ninguna víctima fatal. La niña Susana Escalada, sentada en la butaca 420, recibió heridas en el rostro y Lucrecia Escalada, que ocupaba la 418, tenía un corte por el impacto de un balín.
Quedaron con heridas más serias Ricardo Guido Lavalle y José Scher, mientras Dolores Urquiza de Sáenz Valiente y Lucrecia de la Torre de Obligado sufrieron cortes leves.
Los diarios anarquistas insistían en que los heridos fueron por haberse atropellado unos contra otros en su desesperación por salir del teatro.
Los primeros médicos que se ocuparon de la atención de los heridos fueron Enrique Klappenbach, Pedro Caride Massini y Pablo Oscamot. Luego llegaron los de la Asistencia Pública; Mauricio Lair, Domingo Zingoni y Julio Miranda, auxiliados por los practicantes Fernández, Finocchio, Rey, Ciarlo, Casinelli y Tavolaro.
De ahí en más, las ambulancias -carros tirados por caballos- se dedicaron a ir y venir del teatro, usando la entrada para los carruajes.
La teoría de que el explosivo había sido arrojado desde el paraíso se fundaba en que vieron salir apresuradamente de ese lugar a cinco individuos. La policía detuvo a un centenar de personas, que fueron llevadas a la comisaría 3ª. De ellos, unas cuarenta pasaron allí la noche pero al día siguiente fueron liberadas por falta de pruebas.
Quedaron encerrados dos anarquistas: Juan Romanoff y Salvador Denuncio. El primero fue arrestado por resistencia a la autoridad y el segundo terminó siendo expulsado, pero no se los pudo relacionar con el hecho.
En escasas horas, se sancionó la ley 7029 de Defensa Nacional. El 27 entró por Diputados, pasó a comisión que formuló un rápido despacho; la cámara la aprobó y pasó al Senado, quien la sancionó el 28 y el mismo día la mandó al Poder Ejecutivo para que el presidente José Figueroa Alcorta la promulgase.
Tiene 34 artículos distribuidos en tres capítulos. Prohibía la entrada a extranjeros que hubieran tenido condenas por delitos comunes; de la misma manera, no podían ingresar individuos de ideas anarquistas y los que fueron expulsados del país. También se penaba a los empresarios del transporte que facilitase el ingreso de personas con estos antecedentes. Se prohibían actos y la asociación de entidades anarquistas, la publicación de impresos con esa ideología. El que era sorprendido colocando una bomba sería penado de 6 a 10 años de encierro en el tenebroso penal de Tierra del Fuego, y si la explosión provocaba la muerte, le correspondería la pena capital.
La aplicación de esta ley, que se complementaba con la de Residencia, dio vía libre a la policía a allanar entidades gremiales, clausurar imprentas, encarcelar a dirigentes obreros y a deportar a aquellos inmigrantes que las autoridades consideraban sospechosos.
Los anarquistas protestaron porque el Congreso había sancionado en tiempo récord esta ley, mientras en sus comisiones dormían el sueño de los justos proyectos de asistencia social.
Los investigadores policiales no pudieron llegar a los autores materiales del hecho. Nunca se encontraron a los culpables de un atentado que sorprendió a una ciudad que tiraba la casa por la ventana y a un gobierno que veía la protesta social como una cuestión policial.
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