Los hijos y la esposa de Carlos están en contra de que este hombre de 74 años y camiseta de Chacarita esté este miércoles parado en las inmediaciones del Congreso a la espera de que la Cámara Baja se avale o rechace el veto de Javier Milei a la movilidad jubilatoria. No están en contra por ideología, está en contra por miedo: hace seis años Carlos se infartó y porta un stent desde ese entonces. Toma medicación a diario para mantener su funcionamiento cardíaco a raya y acá está, con una bandera argentina colgada de los hombros y veinte metros de la Infantería de la Policía Federal que custodia el Palacio Legislativo y que está lista para avanzar si llegan esas órdenes.
“Estoy acá porque los jubilados la estamos pasando mal. Vengo a defender nuestros derechos y también los de los chicos. Me duele que haya un millón de chicos que se van a dormir sin comer en mi país, también pienso en eso”, cuenta Carlos. Empezó a trabajar a los 14 años en el correo y tomó el retiro voluntario en 1994, cuando ese correo se privatizó. Tiene cuatro hijos que lo fueron ayudando económicamente a medida que él y su esposa lo necesitaron. “Pero ahora estamos todos apretados”, le cuenta a Infobae subiendo la voz para hacerse escuchar entre bombos y trompetas.
Casi como un spoiler, Carlos se mete en la discusión que un rato después tendrá lugar entre las primeras filas de manifestantes sobre la avenida Callao. Esos que tienen la ñata casi contra el casco de la Infantería. “Me duele que la Policía les pegue a los mayores, pero ellos cumplen órdenes”, asegura Carlos. Más cerca de la votación dentro del recinto habrá discordia sobre eso: algunos manifestantes cantarán “Policía Federal, la vergüenza nacional”, y otros asegurarán que “no son cómplices, están trabajando”.
La última vez que cobró la jubilación, a Carlos le depositaron unos 280.000 pesos. Con la jubilación que percibe su esposa, que fue docente, llegan al millón. “Nos estamos apretando cada vez más. Por suerte tenemos nuestra casa, la pudimos comprar”, dice, y spoilea otra declaración frecuente entre varios de los jubilados que son parte de esta manifestación, que enseguida dicen: “Pero mis hijos imposible que puedan comprar una casa. Son inquilinos, y así van a seguir”.
En la casa de Parque Chacabuco que comparte con su esposa, el delivery de comida en esas noches de agotamiento total ya no es una opción como hasta hace unos meses. Tampoco es una opción la entrada para ir a ver a Chacarita a la cancha, un plan que ronda los 10.000 pesos y se convirtió en un lujo.
De los cinco remedios que PAMI le cubría al 100% hasta mayo, ahora sólo le cubre tres. De los otros dos tiene que pagar el 60 por ciento. Son para tratar su hipertensión, su corazón y su diabetes. “Si no vengo siento que le fallo a la Argentina y a mis derechos”, dice Carlos, y sonríe, aunque sepa que en su casa están todos nerviosos hasta que vuelva en el colectivo 56.
Ana María siente algo parecido. “Yo puedo venir. Estoy en condiciones físicas de salir corriendo si hace falta, entonces vengo por mí, por los que no pueden venir y porque lo que están haciendo Milei, los diputados y los senadores es ominoso”, le cuenta a Infobae plantada en la Plaza de los Dos Congresos.
Conserva su buen estado físico porque hace unos treinta años da clases de yoga y de Tai Chi a adultos mayores. Tiene 69 años y uno de los pañuelos más vendidos -a 3.000 pesos, aunque vale regatear- en los alrededores de esta plaza. Dice: “Todos somos jubilados, es solo cuestión de tiempo”. Cobra la jubilación mínima igual que Pascual, su marido.
“Pascual tiene 76 y, además de ser más grande, tiene varios problemas de salud. Tiene artritis y diabetes. Hace un año volvió a trabajar porque la jubilación alcanzaba cada vez para menos, así que maneja seis horas por día un auto porque no si no, no llegamos. Por suerte somos dueños”, cuenta Ana María, que vive en Vicente López. Llora cuando dice que por ahora no aceptan ayuda económica de sus hijos. Llora y dice: “Somos muy orgullosos, así que no. Por ahora no, preferimos recortar y recortar”.
Recortó las idas al cine que hacía cada algunos meses, el chocolate que le gusta que compraba cada tanto y la asistencia a los cumpleaños de las amigas que se organizan en confiterías y se dividen entre todas. “Fui haciendo regalos cada vez más humildes para achicar eso también y ahora ya no puedo comprar. Les hago una planta, que es un regalo hecho con amor, lindo, pero también es un regalo que tiene que ver con el escenario que estamos pasando muchos. Y nosotros no comemos salteado, podemos pagar la farmacia, incluso con la cobertura de PAMI que perdió Pascual en mayo. ¿Cómo hacen los que no llegan a eso?”, cuestiona. Ana María empezó a trabajar cuando tenía 14 años. Fue hace 55.
Silvia también empezó a trabajar a los 14 y es imposible saber cuántos años pasaron porque no revela su edad. Está apostada sobre una pila de vallas que no fueron montadas por el operativo de seguridad, con un pañuelo celeste y blanco atado en la cabeza y un cartel que dice “Milei sos un odiador serial. No podés gobernar a este pueblo. Renunciá”. No se acuerda de la última vez que pudo comprar carne ni de la última vez que pudo comprar una botella de Terma, la bebida que le gustaba tomar. “No hay piedad para los jubilados. Estoy tomando salteado los remedios para la presión, a mi vecino le vinieron a retirar el medidor de la luz porque ya no la puede pagar”, cuenta, entre la angustia y la furia. Cobra la jubilación mínima y dice que no se quiere morir mientras gobierne esta gestión.
Cerca suyo, una de todas las jubiladas y también jubilados que llegaron a esta plaza, camina con su bastón. En esta marcha hay organizaciones de izquierda y peronistas, pero también es la marcha de los bastones largos, cortos y medianos, según la estatura de quien lo necesite.
Amalia, que vive en Lanús, tiene uno de esos bastones que pueden desplegar una especie de banquito, y es en ese banquito que permanece con el correr de las horas. Va a moverse pasada la votación, cuando dos manifestantes más jóvenes la ayuden a alejarse lo más rápido posible de las vallas derribadas, la Infantería avanzando por la avenida Rivadavia y los gases lacrimógenos ocupándolo todo.
“Con mi jubilación y la de mi marido todavía nos alcanza, pero no sabemos hasta cuándo y a esta altura de la vida tener esa preocupación es muy doloroso. Es difícil de transferir esa incertidumbre, además uno no quiere preocupar ni a los hijos ni a los nietos. Vamos ajustando el cinturón y todavía nos arreglamos, pero el aumento de la prepaga es dramático, el aumento de los medicamentos es dramático y el deterioro de las jubilaciones año tras año también es dramático”, se aflige.
Se recibió de abogada a los 23 años, tiene 81. Dejó de atender como especialista en Derecho de familia a los 76: seguía trabajando más por placer que por necesidad económica. Pero la hipertensión dio demasiadas señales de alerta. “¿Viste que dicen eso de que si te da la cabeza seguís trabajando? A veces es así y a veces te da la cabeza pero el cuerpo no, y dependes exclusivamente de la jubilación. ¿Y sabés lo que le pasa a la cabeza cuando a los 81 años te toca angustiarte porque no le podés comprar a un nieto lo que querrías o porque no alcanza para hacerles de comer lo que les gusta? La cabeza se vuelve loca y el corazón se estruja”, lanza.
Eduardo viajó una hora y cuarto desde Berazategui para sumarse a la marcha. Trajo dos carteles: uno en la mano y otro colgado. Dicen “si no sos cobarde ponete de este lado” y “Milei, soy jubilado. Me quitaste dinero, remedios, comida, pero no podés quitarme la dignidad de luchar”. “Estoy acá para reclamar la injusticia con los jubilados. Somos personas de descarte. Cobro 295.000 pesos por mes y pago 43.000 de gas. Mi señora también cobra la mínima”, describe.
Se jubiló a los 65 años después de 50 años de trabajo. Fue cadete, electricista, tuvo un negocio de repuestos de auto que se fundió en los años noventa. “Trabajé de lo que pude, muchos años bajo patrones que no me hacían los aportes que correspondían. Tuve que entrar en moratoria por eso, algo que le pasó también a mi esposa y a muchos amigos”, cuenta.
De los asados familiares de algunos domingos queda el recuerdo, y de comer un churrasco, lo mismo. De los siete medicamentos que el PAMI le cubría totalmente a su esposa se restaron tres, que ahora pagan al 50 por ciento: son para la diabetes, la hipertensión y los problemas circulatorios. Como Ana María, Eduardo dice: “No me da miedo si tengo que correr. Más miedo es estar cada vez más justo con la plata para sobrevivir, eso es una angustia insoportable y es todos los días”.
Sobre Callao, donde Horacio Ferrer puso a rodar la luna del loco de la balada y donde apenas después de la votación avanzan los oficiales, los camiones y las motos de las fuerzas de seguridad porteñas y federales, más temprano se vendían pañuelos. El más vendido de la jornada es el que lleva estampada una frase de Diego Armando Maradona. La que dice “hay que ser muy cagón para no defender a los jubilados”. Al lado, también entre los más exitosos, ese que llevaba Ana María. El que recuerda que el paso del tiempo es inexorable.
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