En la elección del año pasado, la sociedad mandó un mensaje claro en términos económicos: no se puede hacer cualquier cosa con la macroeconomía. Para el votante promedio, ese mensaje se traduce en decir basta a la inflación. El presidente Javier Milei asumió con ese mandato, que se transformó en la prioridad absoluta de su administración. Con apenas 10 meses de gobierno, y luego de décadas de fracasos en esta materia, la sociedad le está dando al Gobierno el beneficio de la duda para ver si su plan funciona.
Ese consenso parece haber llegado para quedarse, y está muy bien que así sea. Todo el sector empresario apoya el objetivo de que haya una macroeconomía estable. Los empresarios sabemos lo difícil que es lidiar con incertidumbre diaria en proyectos que se piensan en décadas. Nuestras empresas son, en muchos casos, de las pocas cosas que permanecen en el país, que se reinventan, que se adaptan y que compiten para sobrevivir y, cuando se puede, crecer.
En un contexto en el cual necesitamos seguir buscando consensos, recrear la tensión entre campo e industria no es un buen camino. A esta altura de la historia, es ya evidente el vínculo virtuoso que existe entre los dos sectores, que están intrínsecamente unidos. Es una dicotomía falsa que ya saldó la historia. Hay muchísimos ejemplos de bienes y servicios que son parte de una estrategia de agregación de valor y mejora de productividad que los conectan: semillas tecnológicas como el HB4, software de inteligencia artificial para el manejo de malezas, maquinaria agrícola de todo tipo, manteca de maní, carne troceada y exportada, etcétera. Hay ejemplos para todos los gustos en donde se sale del campo y se llega a la industria, y viceversa. Necesitamos multiplicar esos ejemplos.
Con apenas 10 meses de gobierno, y luego de décadas de fracasos en esta materia, la sociedad le está dando al Gobierno el beneficio de la duda para ver si su plan funciona.
Dicho esto, sí es cierto que las retenciones están mal. Mal para el campo y mal para la industria a la que también le aplican. Es un impuesto que desincentiva a hacer lo más importante que tenemos que hacer: venderle nuestra producción al mundo. Pero también es cierto que las retenciones son apenas uno de los 190 impuestos que afronta la actividad productiva, una carga fiscal altísima para un Estado que no devuelve lo suficiente a la sociedad. Además, las retenciones no salen de un sector (el campo) para ir a otro (la industria), sino que financian gastos del Estado, desde jubilaciones y planes sociales hasta rutas y organismos valiosos como el INTA que requieren del financiamiento del Estado para operar.
Hay algo que daña tanto como las retenciones: el cepo y su consecuencia, la brecha cambiaria. Entre retenciones y brecha un productor recibe un precio ridículamente menor al que debería. Hoy exportamos menos por habitante que hace un lustro, apostar a incrementar nuestras exportaciones es fundamental. Solucionarlo es parte del orden macroeconómico que necesitamos para poder crecer. Los empresarios tienen que poder tomar decisiones de negocios en un contexto de estabilidad cambiaria, donde se evite la apreciación cambiaria excesiva que ha derivado en profundas crisis económicas, solo así podrán apostar al largo plazo que supone desarrollar un negocio de exportación.
Sí es cierto que las retenciones están mal. Mal para el campo y mal para la industria a la que también le aplican
El camino a una macro sin retenciones y sin cepo no es fácil ni automático y debería incluir un programa que ponga en el centro a la producción industrial como parte fundamental de la solución a esos mismos problemas. Se dijo muchas veces, una macro ordenada es condición necesaria, pero nunca será suficiente en un país de 45 millones de habitantes.
Argentina ya probó con grietas, falsos dilemas y confrontaciones estériles entre sectores y dirigencias. No es noticia: no funcionó. Por una vez, el camino debería ser otro: construir consensos sobre cuál es el camino al desarrollo. Una macro ordenada es una condición sine qua non. Es sorprendente que nos haya costado llegar a ese consenso básico. Pero lo que sigue es mucho más difícil: lograr un consenso sobre cuál es el rol del Estado en ese proceso de desarrollo. Para ese nos falta mucho. No lo vamos a lograr cavando sobre nuestras diferencias sino zurciendo desde nuestras coincidencias.
La autora es empresaria industrial
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