El helado ocupa un lugar distinguido en la idiosincrasia argentina, que va más allá de ser un simple postre. Con raíces que se remontan al siglo XIX, la historia del helado argentino fusiona tradición e innovación, y goza de un presente de brillo que lo eleva como uno de los principales exponentes de la heladería artesanal a nivel mundial.
Desde hace ya un tiempo, año a año se repite una cifra de consumo de helado. Los argentinos comen 6,9 kilos per cápita por año, apenas por detrás de Italia, que es reconocida como la meca del helado. En verano el consumo se dispara y alcanza los 10 kilos por persona en promedio. Sin embargo, nueve de cada diez personas lo compran todo el año, sin importar la estación.
Los datos pertenecen a informes de la Asociación de Fabricantes Artesanales de Helado y Afines (AFADHYA) que realizan junto a la consultora D’Alessio Irol. La desestacionalización del consumo es justamente una de las tendencias que se profundiza. El helado dejó de ser un producto exclusivo del verano y se consume en el país más allá de las bajas temperaturas.
“En los últimos años el consumo fue subiendo de la mano del crecimiento del helado en invierno. Antes casi todas las heladerías cerraban en invierno. Solo estaban abiertas entre septiembre y mayo. Hubo un cambio cultural: la gente se acostumbró a tomar helado en invierno por más que obviamente el consumo en verano sigue siendo más alto. El helado es muy noble. En reuniones familiares o asados entre amigos se convirtió en el postre clásico. Todos preguntan: ‘¿Quién lleva el helado?’”, dijo Maximiliano Maccarrone, presidente de AFADHYA, en diálogo con Infobae.
Respecto a los sabores preferidos por los argentinos hay una lucha palmo a palmo por el primer puesto entre el chocolate con almendras y el dulce de leche granizado. Dentro del top 15, de hecho, ingresan distintas variedades de chocolate y de dulce de leche, y sobresalen algunos sabores frutales como frutos rojos, frutilla a la crema o limón.
“Los sabores más elegidos se repiten año a año. El argentino es bastante tradicionalista en ese sentido, aunque da lugar a probar sabores nuevos como lo puede ser el pistacho, que hoy es furor en el mundo. Los frutales también crecieron en consumo. Suelen ser los más elegidos en verano”, expresó Maccarrone, cuyo padre fundó la tradicional Heladería El Ciervo y él es el dueño de El Podio.
El 89% de los argentinos elige los sabores tradicionales (cremas, dulce de leche, chocolate y frutales). Según los encuestados, el helado se asocia al placer y acompaña momentos de angustia. Casi 1 de cada 4 compras de helado se hace por delivery. Es decir, contrario a lo esperado, la compra presencial en la heladería sigue siendo ampliamente mayoritaria.
“Nosotros tenemos una ubicación estratégica en la calle Corrientes. Todo el mundo pasa por la heladería antes o después de ir al teatro, antes o después de ir a cenar. Los pedidos por las apps de delivery representan muy poco”, señaló Gabriel Famá, titular de Cadore, una de las heladerías más reconocidas de Buenos Aires.
“En el último tiempo creció mucho la variedad de sabores. Antes los sabores frutales eran de solo una fruta, hoy tenés muchos mix frutales, se empezó a involucrar a especias en la preparación también. Se abrió mucho la cabeza y la gente también está ávida de explorar nuevos sabores. Todo esto sin perder la esencia de la artesanía. Mi tío siempre decía que el auténtico helado artesanal era el que se elaboraba y vendía en el mismo lugar”, agregó Famá.
La unidad de compra más habitual de consumo individual es el cuarto. El cuarto te permite incluir tres sabores y en uno de ellos el cliente suele “tomar riesgos” y experimentar con una opción por fuera de lo tradicional. Para las reuniones sociales, los entornos más frecuentes de consumo, predominan los formatos térmicos con el de un kilo a la cabeza.
Según las encuestas existen tres tipos de consumidores: los lejanos, que consumen helado solo de vez en cuando (el 21% de los argentinos); los típicos, que compran solo en verano y son la mitad de los argentinos (49%); y los fanáticos, que consumen todo el año y representan un tercio (27%).
Los “fanáticos” no necesitan de una reunión social para comprar helado. La decisión de consumo es principalmente individual y, para ellos, siempre es “una buena ocasión” e incluso se stockean de helado en el freezer para comer de a poco. En algunos casos, advierten los informes, el consumo construye identidad: les gusta “descubrir” heladerías de barrio, clasifican las que ya conocen, rescatan sabores distintivos de algunas sucursales.
Los primeros helados argentinos
A principios del siglo XIX comienza la crónica local del helado. Según el historiador Daniel Balmaceda, autor de “La comida en la historia argentina”, algunos registros antiguos provienen de la región de Cuyo. Por su proximidad a las montañas, tenían hielo infinito a disposición y, si bien el primer método de producción era rudimentario, los lugareños se deleitaban con sorbetes y bebidas frescas, que seguían la tradición de las raspadillas y las cremoladas elaboradas con hielo triturado y aromatizado.
En ese momento no contaban con una batidora. Por lo cual, el trabajo era doblemente difícil. Se utilizaba un jinete. “Se llenaba un recipiente de aluminio con crema de vainilla, que se colocaba dentro de un balde de madera con hielo proporcionado por un ‘helero’. Este individuo se encargaba de recolectar hielo en la montaña y transportarlo envuelto en arpilleras. Luego se tapaba el recipiente de aluminio, se cerraba el balde de madera, y un paisano lo cargaba a caballo para batir la mezcla durante unos cuatro kilómetros. No había una batidora mejor que esa”, detalla Balmaceda.
Desde alrededor de 1800, la ciudad de San Miguel de Tucumán ya contaba con un grupo destacado de jinetes conocidos como “los heleros”, que se dedicaban a traer hielo desde la Sierra del Aconquija. En los días calurosos de verano, la mercancía tenía una demanda altísima y se vendía a precios elevados.
Los registros de la época dan cuenta de que el prócer José de San Martín, durante su período como gobernador intendente de Cuyo entre 1816 y 1817, año del Cruce de la Cordillera de los Andes, paseaba por la Alameda disfrutando de helados o, como le llamaban, “nieves”. “Las pocas tardes que estuve en Mendoza siempre iba como extranjero completo a la Alameda para tomar nieves que, después del calor diurno, eran deliciosas y refrescantes, llevaba a la boca cucharada tras cucharada, mirando el contorno oscuro de la cordillera”, relata Francis Bond Head en su libro “Las Pampas y Los Andes”.
Con el correr de los años, llegó cierta sofisticación. Las familias más acaudaladas empezaron a disponer de máquinas para hacer helado casero. En áreas alejadas de las montañas, la única opción era recolectar granizo durante el mal tiempo. Esa función, entre 1830 y 1840, se la delegaban en general a los niños que levantaban toda la escarcha y el hielo posible del suelo para disfrutar de un helado ese mismo día.
Recién unas décadas después, en 1860, se empezó a importar hielo de Estados Unidos gracias a que algunas confiterías argentinas ya tenían máquinas que preparaban helados e incluso hacían entregas a domicilio. Para 1900, el negocio incipiente de los helados dio el salto: surgieron heladeros ambulantes que trasladaban sus carros y servían el producto en vasos de vidrio.
Los carritos de los vendedores ofrecían tres sabores imprescindibles: chocolate, limón y crema. El ritual hoy parece absurdo: solo podían elegir un sabor y se los servía en un vaso de vidrio. El cliente debía apurarse a terminar el helado cerca del carrito y le devolvía el vaso, que era enjuagado en un tacho con agua y, de ese modo, ya estaba listo para su próximo uso. El método, como era de prever, no duró mucho. Apenas diez años más tarde los vasitos de vidrio fueron prohibidos por ser poco higiénicos. Entonces surgió una opción más práctica y comestible que perdura hasta hoy: el cucurucho.
Raíces italianas
El esplendor actual del helado artesanal argentino se explica en gran parte por la llegada de los inmigrantes italianos en la primera mitad del siglo pasado. Varias de las heladerías tradicionales de Buenos Aires tienen más de 70 años de historia. Los italianos que arribaron al país traían la tradición de su helado artesanal, recetas ancestrales que aún hoy perduran en las calles porteñas.
Por entonces, había muchos menos sabores, apenas unos quince o veinte. Los mostradores no exhibían las 50 opciones de hoy. El consumo era absolutamente en la sucursal. No existían los freezers en las casas, por lo que la costumbre era comprar para consumir en el momento.
Considerada una de las mejores heladerías del mundo, Cadore se fundó en 1957, aunque su origen se remonta a fines del siglo XIX, cuando la familia Olivotti empezó a experimentar con hielo y sal, sin maquinarias, y lograron hacer helado artesanal en el norte italiano, en un pueblo ubicado a 100 kilómetros de Venecia. La receta pasó de generación en generación y se convirtió en el gran secreto de la heladería.
“Potenciamos esa receta familiar que trajo mi tío a la Argentina. Si bien le buscamos una vuelta para mejorar, respetamos la fórmula. También innovamos en algunos sabores. Para mi tío era impensado hacer ‘té con especias’, de ‘asaí con naranja y pimienta rosa’. Se levanta y nos mata a todos (se ríe)… pero para hacer buen helado se necesita materia prima de calidad, con la dosificación correcta. Nosotros no guardamos helado en cámara. Lo elaboramos y lo vendemos. Y eso también hace una diferencia”, describió Gabriel Famá.
La diferencia entre el helado artesanal y el industrial está en las escalas. El helado artesanal trabaja con máquinas denominadas discontinuas, que fabrican cantidades menores, unos 60 o 70 kilos por hora cuando las máquinas continuas pueden alcanzar hasta 25 veces más producción. También hay diferencias en la materia prima: la elección es minuciosa, se buscan ingredientes de primera calidad, lo que suele dar como resultado un producto más cremoso y con sabores distinguibles.
“La heladería empezó con los clásicos de fruta: limón, naranja, frutilla, ananá. Descubrieron la manera de hacerlo lo más artesanal posible. Pero también incorporaron la tradición argentina. Hicieron dulce de leche y lograron que parezca que estás comiendo verdadero dulce de leche y no un caramelo. Con el tiempo se volvió la especialidad de la casa y se fue popularizando por el boca a boca”, relató Famá.
La gran mayoría de los sabores proviene de Italia, aunque el sabor emblema nacional -el dulce de leche- implica el 30% de las ventas en las heladerías locales. Con el dulce de leche hay justamente una discusión en torno a su origen. Hay quienes aseguran que, en realidad, no nació en la Argentina. El historiador Víctor Ducrot, por caso, sostiene que llegó desde Chile con el nombre de “manjar blanco” y se empezó a utilizar en Tucumán como relleno para alfajores.
Otros sí creen que tiene un gen autóctono aunque producto de un descuido culinario. La leyenda dice que una criada de Juan Manuel de Rosas, en 1826, dejó más tiempo del que debía una olla con leche y azúcar en el fuego con la intención de preparar la “lechada” a su patrón.
Sea cual sea el origen del dulce de leche, el helado argentino con el tiempo logró una identidad propia, un sello de calidad indiscutible que hoy lo ubica como uno de los productores por excelencia.
“Argentina, por cantidad y calidad de heladerías artesanales, está entre los tres mejores países del mundo. El podio lo completan Italia claramente y Alemania que es otro jugador importante”, afirmó Maccarrone. “Pese a la situación que se vive en nuestro país, el helado mantiene el consumo per cápita y la calidad. Los turistas llegan al país por la carne y se van enloquecidos con el helado. En muchos casos, amigos o conocidos nos dicen: “Yo en Italia no comí un helado tan bueno como el de Argentina”.
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