“Con mi papá”, responde Nicolás Cabré, con una mezcla de nostalgia y certeza, cuando le preguntamos con quién se sentaría a charlar en una conversación imaginaria. Las memorias de Norberto, ese fan incondicional que no se perdía una sola función y ocupaba siempre su butaca especial, lo envuelven. Para el actor, hay verdades fundamentales: “Lo más importante de mi vida es no perderme los tiempos con mi familia, con mi hija. Lo único que después queda”.
En ese afán de no descuidar lo importante y lo que siente primordial en la vida, se permite elegir cuidadosamente en qué proyectos forma parte. Hoy, se luce en Los mosqueteros del rey, compartiendo protagonismo con Nicolás Scarpino, Freddy Villarreal y Jorge Suárez.
La comedia refleja el mundo del teatro desde un ángulo humorístico y auténtico, con cuatro actores que enfrentan desafíos escénicos inesperados, olvidos de guion y desencuentros sobre la trama. “Son estas fantasías que cuando hacés una obra de teatro te dicen: ‘¿Cómo te acordás de tantas cosas? ¿No se equivocan?’. Todos actuamos en el colegio y tenemos esa sensación”, comenta Cabré, invitando a revivir esas tensiones en cada función de jueves a domingo en el Teatro Astral.
—¿Cómo eras como alumno?
—Malo. A lo mejor mi actitud era mala (risas). Porque tengo bastante facilidad para acordarme de las cosas. Por lapsos cortos; una vez que termino, chau, borré.
—¿Y cuando había que pararse adelante de todos para dar un oral?
—Horrible. Con esas cosas siempre fallo, me da mucha vergüenza todo. Yo me muero con esas cosas.
—Y sin embargo, te parás en el teatro.
—Porque tengo la escopeta en la boca. Ya no te queda otra.
—¿Es así?
—Creo que funciona así. Ni siquiera en los ensayos hago las cosas totalmente. Me cuesta mucho. Agradezco el hecho de no tener que haber hecho mucho casting porque era un problemón pararme y tener que hablar y hacer.
—¿Lo decís por tu propia timidez o por esa sensación de rechazo que se puede sufrir?
—Por todo. Es por mí. Es terrible. Me sigue pasando. A veces me dicen: “¿Me grabás un video?”. Es lo peor. Te pido por favor… No sé qué decir, me trabo, me empiezan a transpirar las manos. Me cuesta mucho. Cuando hacemos las promociones de la obra, que me piden hagamos un video para Instagram, me muero.
—¿Hay algo del personaje en el escenario que es un escudo en ese sentido?
—No. Me gana el hecho de que tiene que hacerse bien la obra. Me olvido porque la obra tiene que salir bien. Ahí es cuando ya no me importa nada. Nada va a justificar si sale mal algo. No tengo lugar para permitirme estar nervioso o con vergüenza.
—¿Qué es lo peor que te pasó en un escenario?
—(Risas) Han pasado muchas cosas. Una vez con Ricardo (Darín) y Ana María Picchio estábamos haciendo Algo en común y yo tenía ganas de ir al baño. No aguantaba más, y tenía que hacer una escena y ya estaba… tuve que salir. Y se me terminó escapando un gran gas, muy sonoro. Muy sonoro…
—¿Pasó como parte de la escena?
—Terminó la obra ahí. Yo tenía que entrar y decirle un drama. La obra hablaba de mi papá, que había muerto por una enfermedad, y yo le tenía que decir lo que dijo antes de morir. Yo siempre estaba al costado, esperando. Me empecé a sentir mal y dije: “Si voy al baño, no sé si llego”, y ahí fue la duda. Y salí. Dijo: “decile lo que dijiste”, y yo digo: “Dijo que después de mí y de mamá…”, y apretaba el coso, y explotó. ¡Explotó! (Risas). Y Ricardo me miró y ahí se me cruzaron las cosas que podía decir: “fue el pie”, “un farol”, “están picando la losa arriba”, no sabía qué decir. Y entonces Ricardo me mira y él empieza a hacer “Hummmm”, y yo empiezo “Hummmm”. Ricardo se agachó, hacía como que lloraba y lloramos los dos así. Ana nunca se enteró de nada. Fue tan perfecto y tan en el silencio que nadie dijo: “Se tiró un pedo”. Y terminó. Fue telón ahí. Nunca más pudimos hablar. Y se abrió el telón y nosotros saludamos y la obra, para la gente, terminó así. Y la gente se paraba y aplaudía, la obra estaba bien, pero nunca vieron el final. Eso fue lo más terrible que me pasó en la vida.
—¿La terminaron antes? (Risas).
—Terminó. Terminó ahí. No pudimos salir nunca más.
—Y no era la última escena.
—Faltaban cuatro minutos, pero no terminaba así. Nunca más pudimos remontar la situación, que fue terrible. Después de eso, estuve meses y meses y meses sintiendo que me sentía mal antes de salir a esa escena.
—¿Cómo fue la charla con Ricardo después?
—Ricardo me volvió loco. Que te pase eso delante de Ricardo es el triple de peor porque después yo iba caminando y de repente venía Fernán Mirás, a los dos meses, me decía: “Vi la obra”; “¿Sí?”; “Sí, me encantó. ¡Hermoso el pedo!”, me decía. El otro se dedicaba exclusivamente a mandarme gente para que me dijera eso. Lo viví como un karma terrible.
—Y aprendiste a reírte de eso, como de un montón de cosas.
—Sí. Eso fue como lo más extremo. Me dio mucha vergüenza. Tenía terror de que alguien me diga: “¿Fue un pedo?”. Tenía mucho miedo. La única que no sé cómo no se enteró fue Ana, que le volé la peluca. Ana estaba atrás mío y fue la única que dijo: “¿Por qué terminó?”. Ella estaba en su planeta. Pero te juro que hasta la fila 7 se escuchó. Decí que todavía no me prestaban tanta atención en ese momento.
—¿De qué año estamos hablando?
—Yo tenía 15 años. 95, 96.
—Pre redes sociales, gracias a Dios.
—¡Gracias a Dios! Hubiese sido terrible.
—Y en algún momento empezaste a entender la importancia de reírse de uno, ¿no?
—Sí, pero yo no lo viví así. La manera de hacer humor que yo encontré más lógica era riéndome de mí. No era verosímil lo que yo leía a lo que tenía que hacer. Me paraba como guapo adelante de un tipo que medía dos metros y medio, era imposible. “Si la actúo real es increíble, busquémosle la vuelta”. Empecé a reírme de mí, a ser torpe, a caerme. A ser el antihéroe.
—Y con esa timidez que todos conocimos te volviste una estrella en las redes sociales. ¿Se lo debemos a Rufina?
—Todo a Rufi. Yo tenía un concepto: hay cosas que no me gustan y hay cosas que no comparto, pero sí aprendí que también en el otro, en este caso en Rufi, genera muchas cosas. Empecé a recoger muchas cosas que la gente se ve que tenía ganas de decirme, lo empecé a entender desde otro lado y empecé a valorar el hecho de sentirme querido.
—Rufi cumplió 10 años.
—Increíblemente. Pasa muy rápido. Es lo que trato de priorizar todo el tiempo: el tiempo bien invertido. Por eso me vuelco más para el lado del teatro porque trato de no salir y no correrme del foco de estar donde quiero estar, donde yo sé que necesito y lo que es primordial para mí.
—El aquí y ahora.
—El aquí y ahora con ella. Sabiendo que dentro de no sé cuánto ya me va a decir: “Pá, dejá”. O va a empezar a hacer la suya. Quiero estar en los momentos que se van y no vuelven más. No me quiero perder esas cosas. Yo ganaré menos plata, ya el trabajo no será lo que me llega. En su momento sí, a lo mejor, anhelaba ser un actor o un gran actor; hoy es un trabajo y me dedico a eso, y tengo la suerte y el privilegio en este país de hacer lo que me gusta.
—Es un montón.
—Es muchísimo. Y lo remarco siempre. Lo más importante de mi vida es no perderme los tiempos con mi familia, con mi hija. Con lo único que sinceramente después queda.
—Trabajaste desde muy chico, con mucha continuidad. ¿Ahorraste, invertiste, vivís al día?
—Tuve la suerte de haber sido una persona que siempre estuvo bien acompañada, con mi representante, con mi familia, que entiendo lo que les cuesta. Mi papá era taxista, mi mamá trabajaba de auxiliar en una escuela: entiendo el valor de las cosas y no le doy ni más ni menos que ese sentido. Nunca hicimos las cosas por la plata. Lo que siempre buscamos era crecer, rodearnos y aprender, porque esta es una carrera muy larga. Y no es que ahora no priorizamos la plata: nunca priorizamos la plata. Cuando hablo de nosotros es por mi representante, Pedro (Rosón), porque si no queda como que hablo de mi ego y yo.
—Trabajan juntos hace muchos años.
—Cuando hicimos Algo en común, con Ricardo y Ana, yo ganaba casi 0,001. Y en ese momento nos habían llamado para hacer no sé qué y nos iban a pagar muy bien. Y Pedro me dijo: “Es esto”. Y yo lo hice, aunque no lo entendía bien del todo. Fui aprendiendo, él me fue enseñando y nunca hicimos las cosas porque íbamos a tener más cartel o más plata. Es el día de hoy que llegamos así. Sí siempre supe que esto se podía terminar en cualquier momento, entonces intenté tener las cosas: primero la casa que mis papás nunca pudieron tener, y después algunas cosas. No soy millonario, porque también existe esa fantasía. No somos actores de Hollywood. Vivo bien, pero no más que eso. A veces se confunden y es muy difícil hablar, pero no es que estoy hecho de por vida. De hecho, trabajo y tengo que trabajar. He vivido muchos años adentro de un estudio. Hoy, con mi hija, no quiero darme cuenta que cumplió 30 años y yo estuve adentro de un estudio. Hoy puedo decir “elijo esto”, y estar más tiempo.
—A Rufina, cuando empiece a crecer y te diga: “No, papá” como decías recién, ¿la encerramos y no la dejamos salir más?
—Nunca más (risas). Hace lo que quiere. Imaginate que es de River y de Vélez. Y yo se lo aplaudo. Me vuelve loco de alegría.
—Y te va a hacer a vos también de River… (risas).
—Y sí, en un momento tendré que ser de River, y bueno, somos de River. No pasa nada. Lo único que quiero es que sonría, y vamos a la cancha y la disfruto enormemente.
—Hablaste del saber que se puede terminar mañana. ¿Sigue existiendo esa sensación?
—Sí, se me puede terminar mañana también. Vivo en el recuerdo de mucha gente pero también se puede terminar. Hay algo que pasa con el tiempo, y hay que ir viendo y sabiendo que vas quedando afuera. Hay un montón de gente o chicos que saben quién soy, pero no saben lo que hice porque ya estoy grande. Tengo que entender que las cosas y el camino lo van marcando los chicos que vienen. Hay que entender también que sí se puede terminar. Yo no puedo decir “voy a marcar la tendencia y ahora va por…”. La tendencia la marcan otros hoy, y yo veo si puedo acoplarme o no.
—Qué buen vínculo que pudieron formar con la China Suárez como papás de Rufina.
—Hermoso. Es una de las cosas que me da más alegría. Siempre tuvimos ese vínculo, pero me da mucha alegría por Rufi, y porque siempre tuvimos claro que lo más importante era ella. Nosotros estamos, nos queremos, nos respetamos, y a veces estamos de acuerdo, a veces no, pero lo que importa es Rufi.
—¿Quién es más de los límites con ella?
—No, los dos. Trabajamos en equipo. Estamos todo el tiempo viendo: “Che, pasó esto, ¿qué hacemos?”. Los dos vamos aprendiendo y tratando de marcar el camino que creemos que es el correcto. Hablamos todo el tiempo y vemos qué pasa, y cómo hacemos y qué podría ser.
—En el teatro nos vamos a reír y nos está haciendo falta a los argentinos reírnos.
—Son consecuencias a las cuales yo no les asigno desde mi lado más valor que ese. Mi función en este caso es hacer una comedia y deseo profundamente que se rían porque eso significaría que está bien hecha la obra. Pero no para salvar a alguien. No es que yo digo: “¡Mirá cómo está el país!, esperá que salgo a hacer reír a la gente”. Ese papel no lo cumplo. No creo que cumpla una función social. Si así es, bienvenido sea, me encanta. Si a alguien le pudo modificar algunas cosas o hace pensar, es una consecuencia y me encanta si pasa, pero no lo tomo como: “Pará que voy a decir esto porque la gente tiene que escuchar”.
—¿Cómo vivís estas crisis en la Argentina, que hemos pasado muchas?
—Te digo la verdad: hubo un momento que sí estaba muy pendiente de todo lo que pasaba, miraba, trataba de leer, escuchaba, y ponía la radio. Y vivía enojado todo el tiempo. Hace mucho que no tengo idea de lo que pasa. No sé qué pasa: no veo la televisión, no escucho la radio. Entro a un lugar y veo que hay algo que me puede llegar a… Lo saco. Voy en el auto y pasan algo, Rufi hace tic, cambia de radio.
—No hay un seguimiento de cómo sube o no el dólar.
—No tengo idea de lo que pasa. No sé quién gana, quién pierde. No creo. No hablo de política. No sé.
—¿Creés que vino con la paternidad algo de eso, esto de disfrutar y conectarse distinto? ¿Vino con haberla pasado mal en crisis anteriores?
—No sé. A lo mejor no me da la cabeza para asimilar algunas cosas.
—¿Pero vas a votar o no vas a votar?
—No sé. Tema mío.
—Okey. Trabajaste con gente muy grosa.
—Tuve la suerte. Y fue buscado. Siempre buscábamos a ver cómo nos rodeamos de un Alfredo (Alcón), de Ricardo (Darín), de Darío (Grandinetti), de Oscar Martínez, de China Zorrilla. No pararía. Un Ulises Dumont.
—Cuando terminan los proyectos, ¿qué querés que quede en tus compañeros? ¿”Qué buen tipo” o “qué buen actor que es Nicolás Cabré”?
—Siempre voy a priorizar y esperar que digan que soy un buen tipo. Yo cuando hablo de Alfredo me acuerdo, y lo que a veces me permito contar, es la persona que era. No hace falta que diga que era el mejor y va a ser el mejor siempre.
—Qué lujo ese.
—Hermoso. Pero abajo del escenario fue hermoso. Todo el tiempo fue hermoso. Uno cuando habla de Alfredo son todas palabras mayores, pero él era muy gracioso también. Era imposible no disfrutar. La enseñanza, lo que me dejó y todo lo que me dio, lo hizo entre medio de todas esas risas. Hoy me doy cuenta de que también me empujó a hablar, a animarme a decir lo que pensaba arriba de un escenario. Lo viví cuando empecé a dirigir, pero el primero que me dijo “Decí lo que te parece”, fue él.
—Mirá si te hubiera visto director.
—Me hubiese muerto de miedo. Decirle: “Vení a ver lo que hice”, me muero de vergüenza… Pero sí, me hubiese gustado. Sé que se hubiese reído.
—Si te regalo dos horas en una charla imaginaria con quien quieras, ¿con quién te gustaría tener la posibilidad de sentarte?
—Con mi papá.
—¿Te lo encontrás en sueños a veces?
—Lo pienso mucho. Lo tengo presente.
—¿Charlás, agradecés?
—Sí. Siempre está. Sus cosas, sus enseñanzas. Es lo mismo que Alfredo. Siempre me acuerdo. Y el teatro creo que encierra un poco todo eso. Porque cuando me encuentro en situaciones me acuerdo de lo que decían. Mi papá tiene que ver con eso: él disfrutaba mucho de verme hacer teatro. Cuando hacíamos lo de Ricardo, él vio todas las funciones.
—¿Te acordás cuándo fue la primera vez que lo viste orgulloso de tu trabajo?
—Él era el fan número uno. Lo disfrutó. Creo que lo descubrí cuando lo veía todos los días en la sala del Multiteatro que hacíamos Me duele una mujer. Y él se paraba en un lugar y cuando terminaba la función, bajaba a los camarines y hacía de cuenta como que había llegado hacía cinco minutos. No sé por qué él creía que nosotros no lo veíamos. Siempre fingió: “¿Y? La función, ¿bien?”. Y era para decirle “¡Pero si la viste, la viste desde el día uno!”, y él nunca admitía. Estaba parado, a veces se sentaba. Con el tiempo descubrí lo que él disfrutaba. Ahí me hizo pensar: “Entonces cuando hice Flavia (Palmiero) seguramente estaba en otro lugar que yo, ahí sí no veía”. Y hoy, cuando actúo, cuando hago una función, siempre hay un momentito o un lugar donde miro, y es el lugar que yo le asigno a mi papá. Cuando hicimos Me duele… sabía dónde estaba, era la butaca y se la mostré a Rufi. Es la butaca esa que yo sé cuál es.
—Qué fuerte, ¿no? Esa sala de teatro en la que sabías dónde estaba…
—Fue la única que no tenía que inventarme un brillito o mirar para un lado, ver una lucecita que se refleja. Siempre, siempre hay un momento en el que necesito buscar esa lucecita.
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