El avión, que se encuentra en un hangar de la ciudad de Dekalb, cerca de Chicago, se prepara para volver a la Argentina. Le están colocando sus viejas turbinas, su antigua nariz. “Lo están deconstruyendo; su actual propietario guardó todas las partes originales”, dice alguien que está metido a fondo en el operativo retorno. La aeronave no tuvo jornadas de gloria. Lo que trae son recuerdos ominosos. El sentido de su regreso es que forme parte de la memoria de una época de horror. Para que no se repita. El avión es un SC7 Skyvan Series 3, y participó de los vuelos de la muerte durante la dictadura militar.
Por estas horas se define el itinerario que cursará para regresar al país. “Es un avión de vuelo corto. Grande en fuselaje, pero para llegar tendrá que hacer unas cinco o seis escalas”, indica quien está al frente de la negociación. Se estima que el arribo será en tres semanas. Y una vez que pise suelo argentino, se terminará de darle los últimos retoques. Lo pintarán del color original “un gris más arratonado que el que tiene ahora, que es brillante”. Y le imprimirán la matrícula que tenía en los años de plomo: PA-51. La idea es que quede en su estado original. Luego, será exhibido en el Espacio Memoria y Derechos Humanos, ex ESMA.
Fue el capitán de corbeta Adolfo Francisco Scilingo, ex jefe de automotores de la Escuela de Mecánica de la Armada, quien develó los macabros vuelos del Skyvan. Dio testimonio en el libro El Vuelo del periodista Horacio Verbitsky y ante el juez español Baltasar Garzón. A ellos les relató el procedimiento. Los detenidos eran llevados a la base de Punta Indio, y allí eran cargados en los aviones, todos pertenecientes a la Prefectura Naval. Y agregó una frase que da náuseas: que las víctimas “tenían que morir felices y les ponían música brasileña para que bailaran” antes de que los arrojaran al río desde un avión, vivos o muertos.
Scilingo también confesó que entre 1976 y 1978 se produjeron cerca de 200 “vuelos de la muerte”, que se solía despegar los miércoles y los sábados y que las víctimas eran recogidas en la base aeronaval de Punta Indio, que en cada uno de ellos viajaban entre quince y treinta personas, que el primero en el que participó fue en junio de 1977, que a las trece personas que llevaron les habían comunicado que iban a ser trasladadas al sur, que antes de ser lanzados por la popa del avión eran sedados y desvestidos.
El hallazgo de la aeronave no fue sencillo. El Skyvan fue comprado en 1971 a una empresa irlandesa en un lote de cinco aviones para ser utilizadon por esa fuerza de seguridad. Luego de prestar sus ominosos servicios en Argentina fue enviado a Luxemburgo. De allí pasó a los Estados Unidos. Y en cada traslado, su matrícula fue modificada.
El último rastro del avión había sido confirmado por la periodista y sobreviviente de la dictadura Miriam Lewin y el fotógrafo Giancarlo Ceraudo en 2010, cuando lo hallaron volando mientras hacía servicios postales con las islas Bahamas para la empresa estadounidense GB Airlink.
El encargado de acreditar que se trataba de uno de los aviones de los “vuelos de la muerte” fue Enrique Piñeyro -piloto, investigador, médico aeronáutico, actor, cineasta, cocinero, filántropo-. Él ya lo había visto en Fort Lauderdale, Florida. Esta vez lo hizo en el aeropuerto de Coolidge, Arizona, el 8 de enero 2023. Allí prestaba servicios para la práctica de paracaidismo a cargo de la empresa Win Win Aviation. Piñeyro comprobó su número de serie (SH1888, que consta en el contrato de compra-venta) y el certificado de registro y de aeronavegabilidad, cuya placa dice: “SC7 Skyvan Series 3, manufactured by Short Bros & Harland Ltd. Queen Island Belfast N. Ireland”.
Piñeyro repasó un volumen gigantesco de documentación, que fue incluido en la denuncia que presentó junto a Adolfo Pérez Esquivel sobre los “vuelos de la muerte”. Entre otros papeles, había 2.500 planillas de vuelo entregadas por la Prefectura Naval al Ministerio Público Fiscal. Allí encontró el derrotero del Skyvan con matrícula PA-51. Despegó de Aeroparque a las 21:30 el 14 de diciembre de 1977, era miércoles. Volvió el 15 de diciembre cuarenta minutos después de la medianoche. Precisamente, la noche que los sobrevivientes de la ESMA recuerdan como el último día que vieron a los que denominaban “el grupo de la Santa Cruz”.
La parroquia de Santa Cruz, en el barrio de San Cristóbal, fue escenario de la actuación artera del genocida Alfredo Astiz. Con el nombre de Gustavo Niño se había infiltrado en el grupo conformado por fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, militantes y religiosos, simulando que era el hermano de una víctima. Luego de su tarea de inteligencia, fuerzas militares irrumpieron en la parroquia el 8 de diciembre de 1977 y secuestraron a doce personas.
Ellos eran las Madres Azucena Villaflor, María Ponce de Bianco y Esther Ballestrino de Careaga; los familiares Angela Aguad, Remo Berardo, Julio Fondevila y Patricia Oviedo; los militantes de Vanguardia Comunista Horacio Elbert, Raquel Bulit y Daniel Horane y las monjas francesas Leonie Duquet y Alice Domon, comprometidas con los grupos de derechos humanos. Todos fueron trasladados a la ESMA. El 14 de diciembre de 1977 a la noche los subieron al Skyvan PA-51 y no volvieron. Cinco cuerpos flotaron en las orillas de la costa atlántica semanas después para que, en 2005 y luego de haber pasado décadas enterrados en una fosa común del cementerio de General Lavalle, el Equipo Argentino de Antropología Forense pudiera identificarlos.
En tres semanas más, el que la sobreviviente Miriam Lewin definió como “el Ford Falcon de los aviones”, ya no volverá a volar. Reposará para siempre como testigo mudo del horror. Pobres hierros sin culpa de lo que simbolizan. Pero desde el atronador silencio de sus turbinas, señalarán a quienes lo piloteaban, y a quienes decidían ese espantoso final para los detenidos.
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