La cotización libre del dólar estadounidense ha superado finalmente la barrera psicológica de los $400 por unidad. Si bien no es más que un burdo juego donde la nominalidad muchas veces puede confundirnos, bien sirve para entender la sistemática destrucción de la moneda que ocurre en la Argentina desde hace ya mucho tiempo.

Nada debería sorprender en un contexto donde los tres dígitos de inflación anual son una realidad. Si bien Alberto Fernández asumió con un dólar libre cotizando en torno a los $70 por unidad (los que ajustados por inflación representan hoy unos $328 ), lo cierto es que hoy el nivel de restricciones cambiarias, la intervención del Estado en la economía, la infinidad de precios regulados o definidos en última instancia por el propio gobierno, hace difícil pensar cuanto sería realmente la cotización del dólar ajustada por la inflación acumulada si se toma en cuenta para el cálculo también la inflación reprimida que hoy reina en la Argentina.

No es cuestionable el apetito de los argentinos por el dólar, porque esta no es el resultado de la fascinación desmedida por el mismo ni resulta tampoco un fetiche inexplicable. Es simplemente el rechazo por una moneda que tiene como respaldo el accionar de los políticos de turno. Quién aposto al dólar durante los últimos tiempos seguramente ha podido resguardar parte de su ahorro. Quién no lo ha hecho, lo ha perdido todo: desde la salida del esquema de convertibilidad en enero de 2002, aquellos que hubiesen optado por permanecer con pesos en sus bolsillos habrán perdido el 99,75% de su capacidad de compra al día de hoy. La destrucción ha sido total.

Cuando uno profundiza el revisionismo histórico entiende que no es una cuestión de estos tiempos: desde la creación del Banco Central de la República Argentina allá por el año 1935 la destrucción del valor de la moneda ha sido una constante durante prácticamente durante los 88 años de existencia de la institución monetaria.

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Los “Australes” sobrevivieron a muy duras penas y luego de atravesar dos hiperinflaciones hasta finales del año 1991 donde le dio paso al “Peso Convertible”, cuya unidad pasaba a ser el equivalente de 10.000 “Australes”.

La primera víctima del BCRA ha sido el “Peso Moneda Nacional”: con cierta estabilidad durante varias décadas y teniendo aún el record de ser la moneda más duradera de la historia monetaria argentina, la misma dejó de existir en Diciembre de 1969 dándole paso al “Peso Ley”, moneda ésta que iniciaba su vida quitándole los primeros dos ceros a su anterior compañera. El “Peso Ley” no sobreviviría tanto como su antecesor: estuvo vigente entre Enero de 1970 y Mayo de 1983, donde le dio paso al “Peso Argentino” que además de volverle a quitar cuatro ceros a las denominaciones de aquel tiempo tuvo dos tristes records: por una lado, fue la moneda con el billete de máxima denominación de toda la historia –el de 1.000.000 de “Pesos Argentinos”- y por el otro, fueron los papeles que menos han durado en el tiempo: apenas dos años de su entrada en vigencia dejaban de existir para darle paso a los “Australes”, flamante moneda que nuevamente optaba por la quita de ceros: esta vez el recorte fue de tres. Los “Australes” han sobrevivido –a muy duras penas y luego de atravesar dos hiperinflaciones- hasta finales del año 1991 donde le dio paso al “Peso Convertible”, no sin antes pasar nuevamente por la poda numérica: esta vez la misma fue de 4 ceros: 1 “Peso convertible” pasaba a ser el equivalente de 10.000 “Australes”.

Pasarían dos décadas hasta que el “Peso Convertible” dejara de existir: un 6 de enero del año 2002 se da por tierra el “Peso Convertible” para darle paso al “Peso” tal como lo conocemos hoy. Luego de algo más de 20 años la moneda ha perdido prácticamente todo su valor, acumulando una inflación cercana al 24.400% (al así como un 30% promedio anual).

Esta breve historia de la moneda en Argentina -que tiene como escenografía casi permanente a la inflación crónica, las confiscaciones de depósito, la quita de 13 ceros de la moneda y la destrucción permanente del ahorro y la inversión- dan cuenta de que el apetito por el dólar no es una mera cuestión psicológica sino más bien una sencilla reacción lógica ante una clase política que insiste en pulverizar el esfuerzo, el ahorro y el futuro de todos.

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