Corrían los días del otoño de 1983 -hace exactamente cuatro décadas- cuando Raúl Alfonsín encontró un hallazgo fundamental en su carrera a la Presidencia. Porque al de denunciar la existencia de un “pacto militar-sindical” conseguiría el paso que lo llevaría a convertirse en el primer presidente de la recuperación democrática.
Acaso el del candidato de la Unión Cívica Radical se convertiría en uno de los toques de genialidad que en materia de discurso político tuvo en aquella campaña que aún hoy se sigue evocando.
Porque la denuncia de la existencia de un pacto entre sectores de las Fuerzas Armadas y el PJ asociaba al peronismo con el tenebroso gobierno militar. El que llegaba a su fin, agonizando tras la derrota en Malvinas y el estrepitoso fracaso económico del Proceso.
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A la vez que vinculaba a Alfonsín con el futuro y la apertura institucional de un país agobiado tras casi ocho años de dictadura.
Con o sin justicia, la UCR lograría asociar al PJ con el saliente gobierno militar. La denuncia parecía olvidar que, en 1979, cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos visitó el país, fue el Justicialismo, con las firmas de Deolindo Felipe Bittel y Herminio Iglesias, quien denunció la existencia de desaparecidos, detenciones ilegales, y muertes de miles de ciudadanos.
Aquel escrito valiente -en cuya redacción participaría el luego ministro Carlos V. Corach- en el que el PJ había denunciado “la muerte y/o desaparición de miles de ciudadanos, lo que, insólitamente, se pretende justificar con la presunción de fallecimiento, que no significa otra cosa más que el reconocimiento de las arbitrariedades cometidas. El justicialismo denuncia el padecimiento de quienes se han atrevido o se atreven a levantar su voz, y que han llevado o llevarán como pena desde un silencio impuesto hasta la muerte”.
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Pero la Historia suele tomar esos atajos. Y en 1983 la sociedad visualizaría al PJ con el continuismo y al candidato radical con un porvenir auspicioso.
Pero, ¿quién había sido el autor de la brillante idea de denunciar un real o supuesto “pacto militar-sindical”?
Alfonsín había formulado la denuncia en Ezeiza, poco antes de partir a Madrid, donde proseguiría su campaña proselitista. Aquel día, antes de volar al viejo continente, Alfonsín había almorzado en casa del verdadero autor de la consigna.
De acuerdo con la crónica de Germán Ferrari sobre aquel año decisivo, entre otros habían participado de ese almuerzo en lo de Ricardo Yofre, Víctor Martínez, Germán López, Julio César Saguier, y tres hombres clave de Clarín: Héctor Magnetto, Marcos Cytrynblum, Joaquín Morales Solá. Un invitado no había podido llegar: Raúl Borrás, demorado en Tandil.
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Yofre -quien como subsecretario de la Presidencia había tenido un rol clave entre los pocos que en los inicios del gobierno militar habían procurado una apertura política- recuerda que le insistió a Alfonsín en que sí no hacía el anuncio, lo haría Alende. El dueño de casa advirtió que en un momento dado, la mucama se acercó para informarle que un tal señor Caputo venía a buscar a Alfonsín, para llevarlo a Ezeiza.
Ya en el aeropuerto, el candidato realizaría la sorpresiva denuncia. También señalaría a “la patota sindical” de Lorenzo Miguel y Herminio Iglesias.
El autor de la idea admitió tiempo después: “yo inventé el pacto militar-sindical… eso me ganó el respeto de muchos radicales”.
Pero a pesar del éxito que en materia electoral resultó de su denuncia, en rigor nunca existieron pruebas concretas de la existencia del pacto señalado por Alfonsín.
Quien luego sería su ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, afirmó en sus Memorias que Yofre “era uno de los más hábiles estrategas de campañas electorales –no existían por entonces los consultores y especialistas que poblarían luego el mundillo de la política”. Jaunarena reconoció que en el imaginario colectivo, la idea de un arreglo corporativo entre sindicalistas y militares “aparecía como un poderoso condicionamiento que podía dejar maniatada la voluntad popular”. Y admitió que “teníamos informaciones sobre reuniones de dos generales, Trimarco y Suárez Nelson, pero no pruebas concretas para aportar”.
Cualquiera haya sido la realidad histórica, lo cierto es que Alfonsín logró convertirse en la contracara del Proceso. De pronto la carta de triunfo que lo llevaría a la Presidencia. Recitando el Preámbulo de la Constitución Nacional como parte de su campaña electoral, fue encarnando la esperanza de institucionalidad y democracia que afloró en el país tras la fracasada aventura militar en el Atlántico Sur.
Obviamente, Lorenzo Miguel rechazó la existencia del pacto y declaró que la campaña radical estaba financiada por empresas norteamericanas. La capital apareció empapelada con afiches de Alfonsín como “candidato de la Coca Cola”. Pero las denuncias no perjudicaron al candidato radical. Por el contrario, lo favorecieron. Porque terminaron de distanciarlo respecto del pasado, aquel en el que la dirigencia sindical había estado en la primera línea de los acontecimientos durante el tormentoso final del último gobierno peronista.
Como signo de la incapacidad de renovación interna, hacia mediados de año el peronismo no había definido su fórmula presidencial. Isabel Perón retuvo la presidencia partidaria y fue elegido vicepresidente –en ejercicio de la presidencia- el líder de las 62, quien fue finalmente el gran elector de las candidaturas.
El mayor poder lo concentraba el líder metalúrgico. La Semana tituló en su edición del 12 de mayo: “Lorenzo Miguel: el “dueño” del país”.
Julio Bárbaro recordó que había cuatro candidatos: “Bittel, que era el que manejaba la estructura partidaria. Robledo, que para nosotros era la expresión de la inteligencia, el talento (…) Cafiero, con quien yo siempre me llevé mal porque era el que había traicionado a Perón. Punto. Ese era el pensamiento de la Juventud. Intentamos buscar a Robledo y a Bittel. Con Bittel nos pasaba que, con todo lo que tenía de provinciano, la lógica del estadista le quedaba grande. El no se sentía presidenciable. Y el cuarto, Luder, que daba más la impresión de estadista. Era la figura que nos parecía más sobria, más seria”.
Bárbaro agregó: “Luder era muy parecido a De la Rúa en el sentido de que para él la forma era más importante que el contenido. Un hombre que ponía mucha distancia con la gente.”
El 19 de septiembre, el New York Times reflejó: “Mr. Alfonsin has emerged as the white knight of Argentina’s large middle class”. El prestigioso periódico indicaba que Alfonsín reunía un 47 por ciento de adhesiones frente a un 45 de su contrincante peronista.
Pero pocos podían creerlo. Una derrota del peronismo en elecciones libres parecía imposible. Al punto que Luder, cuando fue consagrado por el congreso del PJ aceptó la candidatura diciendo que comprendía la responsabilidad que implicaba en los hechos ser el futuro presidente de los argentinos.
El que sí pareció advertir la realidad sería quien finalmente se convertiría en el segundo presidente de la democracia. Porque semanas más tarde, el riojano Carlos Menem le confesó a Eliseo Alvarez -quien siguió al candidato radical para Tiempo Argentino- que el triunfo de Alfonsín era inevitable. Y fundamentó su predicción en que el postulante de la UCR había recorrido dos veces el país, mientras que Luder había ido a la mitad de las provincias solo una vez.
Proféticamente, Menem resumió: “no tenemos ninguna posibilidad de ganar. Esto está terminado”.
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