Cuando Al Pacino tenía seis años, le encantaba ir al cine y, luego, al regresar a su casa en un barrio pobre de Nueva York, jugar a representar los personajes que había visto. “Mis únicos compañeros, aparte de mis abuelos, mi madre y una perrita llamada Trixie, eran los personajes de las películas a los que daba vida”, cuenta en sus memorias, Sonny Boy, que saldrán el 15 octubre en Estados Unidos, y de las cuales The New Yorker acaba de publicar un anticipo.
“Hacía un pequeño número mudo para mi familia sobre Días sin huella —protagonizada por Ray Milland en el papel de un alcohólico autodestructivo— y fingía saquear el apartamento en busca de alcohol. A los mayores les parecía divertido. Pero aun a los cinco años, yo pensaba: ‘¿De qué se ríen? Este hombre está luchando por su vida’”, recuerda en el libro.
Este actor legendario no necesita mayor presentación: sus papeles en El Padrino, Scarface, Tarde de perros, Sérpico, Carlito’s Way y The Irishman, entre más de 50 películas, lo convirtieron en uno de los nombres más reconocidos en el mundo. El libro cuenta su infancia sin padre, en la casa de los abuelos maternos en South Bronx, con una madre emocionalmente frágil; su paso de una banda de pequeños delincuentes barriales a estudiar en la famosa High School of Performing Arts; sus años de formación en lo que llama el “off off off off Broadway” mientras trabajaba repartiendo periódicos, limpiando edificios y haciendo mudanzas, hasta que, por fin, su papel en The Panic in Needle Park le abrió camino al éxito en Hollywood.
La ceremonia de las películas con la madre comenzó temprano, cuando Pacino tenía tres o cuatro años. Ella trabajaba en una fábrica y llevarlo al cine era su solaz. “Eran un lugar donde mi madre podía esconderse en la oscuridad y no tener que compartir su ‘Sonny Boy’ con nadie más. Así me llamaba. Lo había tomado de la popular canción de Al Jolson, que me cantaba a menudo”, se lee en el anticipo del libro que publica Penguin Press.
Rose Gerardi Pacino, como se llamaba, se casó con Salvatore Pacino cuando ambos eran chicos de 18 años, y se convirtieron en padres demasiado jóvenes. “Probablemente no había cumplido los dos años cuando se separaron”, recuerda el actor en su libro. El niño y Rose vivieron en habitaciones amuebladas en Harlem, hasta que por falta de recursos —sólo más adelante un tribunal obligaría a Salvatore a pasarles USD 5 por mes—, se mudaron al departamento de los padres de ella.
Su abuelo, Vincenzo Giovanni Gerardi, procedía de un antiguo pueblo siciliano cuyo nombre, Corleone, tendría mucha importancia en la historia de Pacino. Y si bien cuando llegó a Estados Unidos, a los cuatro años, y fue rebautizado James Gerardi, vivió en East Harlem, donde abundaban los miembros de la mafia, se mantuvo lejos. “Aunque era pobre, me dijo que nunca había querido ir en esa dirección”, define el actor a quien fue la principal figura paterna de su vida.
Desde muy chico —nueve años— su abuelo dejó la escuela y se escapó de su casa para trabajar en un camión de carbón. Además de instilarle su ética de trabajo, dio al nieto serenidad sobre su lugar en el mundo: “Mi abuelo me llevaba a veces a los partidos de béisbol y nos sentábamos en la tribuna, en los asientos baratos. Yo no me consideraba desfavorecido: los palcos más caros no eran más que los de la gente de otras cuadras del barrio, de otras tribus”, relata en Sonny Boy. Él fue feliz en la suya.
Su abuelo también lo hizo amar el deporte. “Era aficionado al béisbol y al boxeo de toda la vida. Creció alentando a los Yankees de Nueva York antes de que fueran los Yankees: de niño, veía los partidos a través de los agujeros en la valla de Hilltop Park”, lo evoca. Pacino comenzó a jugar al béisbol en el equipo de la Liga Atlética de la Policía de su barrio y así dividió su vida social en dos: las horas con la pandilla —Cliffy, Bruce, y Petey, sus tres amigos queridos que morirían jóvenes, por sobredosis de heroína— las horas de disciplina deportiva. Su abuelo le compró el guante de béisbol que, una noche, cuando volvía de una práctica, unos chicos más grandes, con armas blancas, le robaron.
El fragmento de las memorias de Pacino anticipado por The New Yorker despliega también la trágica historia de la madre del actor. “De vez en cuando iba al psiquiatra cuando el abuelo tenía dinero para pagarle las sesiones. No supe que mi madre tenía problemas hasta un día, cuando yo tenía seis años y me preparaba para salir a jugar. Estaba sentado en una silla en la cocina mientras mi madre me abrochaba los zapatos y me ponía un suéter para abrigarme, y me di cuenta de que estaba llorando. Me intrigó saber qué le pasaba, pero no supe cómo preguntárselo. Me besaba por todas partes y, justo antes de irme, me dio un gran abrazo”.
Una hora más tarde, una ambulancia se detuvo frente a la puerta del edificio donde vivía. “Creo que es tu madre”, escuchó, y comenzó a correr. Al llegar se encontró a Rose en una camilla; los paramédicos se la llevaban porque había intentado suicidarse. “No me lo explicaron; tuve que reconstruir lo sucedido”, detalla el actor en su libro.
Años más tarde, cuando Pacino era un adolescente, una ruptura amorosa desmoronó lo que quedaba de Rose. “Le diagnosticaron lo que los médicos llamaban neurosis de ansiedad. Necesitó tratamiento de electroshock y barbitúricos. Eran cosas costosas para las que no teníamos dinero”. Él ya era grande, dijo la madre; podía dejar los estudios y trabajar. Eso hizo.
Rose se mudó con sus padres a otro edificio, Pacino se quedó en el apartamento. Los tratamientos la mantuvieron a flote por un tiempo. Una noche, cuando el actor tenía 22 años y volvía a casa luego de trabajar y estudiar actuación, encontró una nota en la puerta de su amigo Bruce: tenía un mensaje urgente. “Tu madre está muy enferma, será mejor que vayas”, le dijo.
Cuando llegó, en el edificio sólo estaban iluminadas las ventanas de la casa de sus abuelos, describe Sonny Boy. Voló escaleras arriba y al abrir la puerta los encontró llorando. “Había llegado demasiado tarde. Mi madre había muerto como lo haría Tennessee Williams, asfixiada mientras se tomaba sus propias pastillas”, escribe en uno de los pasajes más tristes.
“Algunos pensaron que se había suicidado, como había intentado casi quince años antes. Pero esta vez no dejó ninguna nota, nada. Simplemente se había ido. Por eso siempre he mantenido un signo de interrogación junto a su muerte”.
Por entonces Al Pacino llevaba varios años acercándose a su sueño de actuar. Todo comenzó cuando tenía 15 y vio, en el viejo teatro Elsmere del Bronx, una representación de La gaviota, de Antón Chéjov. La sala estaba casi vacía, pero él quedó hechizado. “No sé hasta qué punto entendí realmente la obra, con sus romances no correspondidos y el trágico personaje de Konstantin, pero las actuaciones me fascinaron. Me veía reflejado en la vida de aquellos personajes de ficción”, recuerda en sus memorias.
Una tarde, en una cafetería, encontró a uno de los actores La gaviota, tomando pedidos detrás del mostrador. “De día vestía de camarero y de noche actuaba en una obra de teatro. Uno era su trabajo y el otro su vocación artística”: entender eso fue una revelación. “Era un actor que pasaba de un papel a otro y de un teatro a otro, como han hecho los actores durante cientos de años. Así fue como llegué a entender la interpretación como una profesión. Hacías cualquier trabajo que te pagara para poder seguir actuando y, si algún día encontrabas la forma de que te pagaran por actuar, tanto mejor”.
Se puso a leer toda la obra dramática de Chejov, ingresó en la High School of Performing Arts de Manhattan. Y trabajó. Fue mensajero en bicicleta, auxiliar en la revista Commentary, limpió baños, tendió alfombras para los decorados, cargó muebles. Cuando egresó se inscribió en el estudio Herbert Berghof, una escuela de interpretación en la que quería entrar, y allí conoció a Martin Sheen. “Para mí, era el próximo James Dean”, lo califica en el fragmento de Sonny Boy publicado por The New Yorker. Se hicieron amigos; Sheen se mudó con él al sur del Bronx para compartir el alquiler.
Su vida como actor prosperaba: “Cuando actué en Hello Out There, de William Saroyan, hacíamos dieciséis representaciones a la semana en el Caffe Cino de Cornelia Street, y luego pasábamos la gorra al público escaso que había, con la esperanza de conseguir unos dólares para comer. Era nuestro París de principios del siglo XIX, nuestro Berlín de los años veinte. Ese era el espíritu de la escena”, describe Pacino.
Sin embargo, el peso de la muerte de su madre se le hizo insoportable. Un duelo como una herida abierta, que se negaba a cicatrizar. Lo echaron de su puesto de acomodador en el Teatro Rivoli, en Times Square. Cuando terminaba de repartir ejemplares de la publicación Show Business, iba directo a un bar.
Una noche, entre borracho y desolado, llamó a su abuelo desde un teléfono público y se echó a llorar, copiosamente, como una compulsión imparable. Su abuelo, llorando a su vez, le insistía: " Ven a vivir con nosotros”. Pero Pacino terminó por decirle que no. “Algo me impulsaba”, cierra el anticipo de sus memorias en The New Yorker. “Tenía que lograrlo, porque era la única forma de sobrevivir en este mundo”. Y pronto —con The Panic in Needle Park— comenzaría a hacerlo.
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