Cuando la sombra de la Segunda Guerra Mundial se disipó sobre las islas de Gran Bretaña, la antigua rivalidad entre Austin y Morris volvió a renacer. Pero el mundo ya no era el mismo. La cantidad de fabricantes que surgieron en la posguerra fue inesperadamente alta, acorde a los tiempos que se vivían en Europa, de una reconstrucción que, tras los primeros años, empezó a crecer rápidamente.
La industria del automóvil cambió también en ese tiempo, y si ambos fabricantes ingleses seguían compitiendo ferozmente, terminarían perdiendo ante otras marcas europeas que avanzaban fuera de sus fronteras, como las francesas y alemanas. En esa encrucijada nació la British Motor Corporation (BMC), para hacer frente a la competencia externa aprovechando el poderío de ambas marcas icónicas.
Aunque para muchos era poco razonable que modelos similares salieran al mercado con distinta marca, algo que hoy es mucho más común ante la fusión de varias marcas tan distintas como Alfa Romeo y Dodge o Fiat y Jeep, el éxito de modelos como el Austin A110 era indiscutible. Anecdóticamente, el conocido y popular Siam Di Tella 1500 fabricado en Argentina no era otra cosa que un Austin adaptado a una nueva marca.
Pero en 1964, el fisco inglés estableció una fuerte tasa impositiva a las sociedades comerciales e industriales que utilizaban automóviles de un costo superior a las 2.000 libras esterlinas (unos 5.600 dólares de entonces, poco más de 55.000 dólares de hoy) para sus ejecutivos. Aquellos empresarios que querían generar beneficios para sus compañías y estaban acostumbrados a utilizar Rolls-Royce o Bentley, debían encontrar un vehículo de nivel similar pero con un precio inferior a ese tope.
Orgullo inglés
La opción era un Mercedes-Benz, pero el orgullo inglés pudo más, entonces la BMC decidió que una de sus marcas, la carrocera Vanden-Plas, que se había dedicado hasta entonces a dar terminaciones de lujo para autos de producción, fuera la encargada de crear un nuevo modelo a partir de un Austin A110, al que se le modificaron los guardabarros traseros que tenían terminación en punta tan similares como las de los Peugeot 404. También se le cambiaron las luces por unas horizontales mucho más elegantes y se recurrió a una pintura bitono y terminaciones interiores de lujo. Su precio, para estar a salvo del fisco fue puesto en 1.994 Libras esterlinas.
Así nació el Vanden-Plas Princess 4-litre R, al que en aquel momento se lo conoció como “el Rolls-Royce de los pobres”, porque su otro gran diferencial era que por primera vez en la historia de la marca, Rolls-Royce le proveía un motor a un auto de otro fabricante. Se trataba de un 3.909 cm3 de 6 cilindros en línea, capaz de entregar 175 CV a un régimen de 4.800 RPM con un torque de 330 Nm, nada despreciable para la época.
Ese motor estaba asociado a una transmisión automática Borg-Warner de tres velocidades importada de Estados Unidos especialmente para este modelo. Además, el Princess R tenía dirección y sistema de frenos de acción hidráulica, los delanteros de disco y los traseros de tambor.
Entre las cualidades notables del auto estaban las ópticas delanteras anti niebla amarillas, muy de moda en los años 60, y un sistema automático para reducir la intensidad luminosa de las luces de giro, baliza y de stop en las horas crepusculares o nocturnas, de modo de no encandilar a los demás automovilistas. Algo que hoy, en pleno siglo XXI a nadie se le ocurriría hacer.
Motor pesado, tanque enorme
El Princess no era un auto de dimensiones importantes, tenía 4,7 metros de largo, 1,7 metros de ancho y 1,5 de altura desde el piso. A pesar de ello, no era liviano, ya que alcanzaba los 1.600 kilos, probablemente a causa del motor Rolls-Royce que pesaba 208 kg y de un gran tanque de combustible de 75 litros que era necesario ante un consumo exagerado del impulsor.
En cuanto al confort, el Vanden-Plas Princess 4R tenía tablero de nogal, tapizados de asientos, puertas y techo de cuero, un tablero con llaves y no con correderas para los controles del equipamiento interior, calefacción delantera y trasera, con un artefacto colocado debajo del asiento del conducto para climatizar las plazas traseras, donde además había luz de lectura individual, mesas rebatibles en la espalda de los asientos delanteros y apoyabrazos central también rebatible hacia atrás.
Inicialmente, acompañados por una fuerte campaña publicitaria en medios gráficos en las que se destacaba el lujo y la motorización de Rolls-Royce como sobresalientes de modelo, la producción inicial de 100 autos por semana empezó a acomodarse a una demanda que bajaba, hasta quedar en 200 autos anuales para 1967 y ser retirado de la línea de producción a comienzos de 1968. Los registros dicen que en total fueron 6.555 las unidades fabricadas en cuatro años.
El “Rolls-Royce de los pobres” no había dejado nunca de ser un Austin A110 mejorado para los ojos de los exigentes consumidores británicos. Ni siquiera la adopción de la letra R, que para muchos fue asociada con la marca del motor y para los más exquisitos con la realeza británica, pudo contra un rechazo a la idea. Quienes lo compraban decían que el motor se desperdiciaba en el resto del automóvil y que su comportamiento seguía siendo el de un Austin, y que jamás llegaría a ser lo que presumía.
Así como en Argentina el impuesto a los autos de lujo fue una mala idea que fue incapaz de convivir con la inflación hasta terminar afectando a los modelos más accesibles del mercado, hace 60 años, en Inglaterra, hubo algo similar que tampoco funcionó, aunque por otras razones. Disfrazar un auto accesible como auto de lujo, evidentemente no funciona.
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